Una historia de la Patagonia

Hoy estoy como cansado. ¿De qué? No lo sé. De muchas cosas.
Es decepcionante encontrarte a veces sin ánimo para nada, sin temas de que querer hablar o escribir. Así que les voy a contar algo distinto. Cualquier cosa que me acuerde ahora. Siempre cuando estoy bajón, me acuerdo de Coyhaique, donde viví muchos años. Es una cuidad chica, o un pueblo grande si quieres. O te gusta y te encanta o realmente no puedes tolerarlo. Nosotros éramos del primer grupo y nuestros amigos también, los que nos hace verdaderos amantes de la Patagonia y de su gente. Supongo que por la gente que conocía y la clara influencia de mi hermano mayor, la mayor parte del tiempo hacíamos actividades al aire libre. Vivíamos en un campo de 800 hectáreas, con bosques nativos, ríos y cascadas que nos permitía, por ejemplo, pegarnos vueltas a caballo de cuatro horas para arriba fácilmente. Mi hermano trabaja en turismo, y yo desde muy cabro chico lo acompañé y trabajé con él. Primero hacíamos cabalgatas, desde medio día hasta más de una semana, después fue la pesca con mosca y junto con eso las bajadas por los ríos en botes, cataraft y McKenzies. Nada que ver con los raftings, en nuestros viajes bajamos por los ríos pero muy despacio, dándole tiempo al pescador de hacer su “casting” y poder cubrir la mayor cantidad de agua por viaje.
Las cabalgatas las hice yo por varios veranos, y eso era fascinante. Partías en expediciones a los cerros, pasábamos por bosques nativos de Coigues y Lengas, por ríos, lagos y glaciares, para llegar a un valle en medio de la cordillera, del bosque lluvioso frío, para montar un campamento. En algunos viajes llegábamos a caballo al borde de una quebrada que nos cortaba el paso, y podíamos desde ahí tener una vista panorámica que es muy difícil de describir, que realmente te hacía contener el aliento. Si teníamos suerte podíamos ver a algún zorro, cóndor, liebres y muchas veces los rastros frescos de algún puma. La gente que contrataba estos viajes, casi puros “gringos”, era también gente muy especial. Tienes que serlo para estar dispuesto a irte a la cordillera con un guía de 18 años y dispuesto a las realmente duras 8 horas diarias a caballo que, matemáticamente al cuarto día desaparece cualquier dolor que te puedas imaginar siendo el tercer día el peor de todos. Claro que yo no tenía esos problemas, estaba gran parte del día a caballo y ya tenía el trasero bastante curtido, por así decir.
En un viaje, de tres días al Cerro Cinchao, al Norte de Coyhaique, habíamos ya salido del bosque para entrar a los llamados “escoriales”, que son las puntas de los cerros, donde no existe vegetación. En la zona es más o menos sobre los 1.200 metros de altura, y nos vimos envueltos en una nube, y se cerró a tal punto que, realmente a pesar de conocer mucho ese lugar, estaba muy asustado de no ser capaz de encontrar el camino. Éramos mis dos clientes y yo, más un caballo de carga, el pilchero, y el perro pastor alemán de mi viejo, el Pañi, que siempre me acompañaba feliz. Íbamos caminando de frente al viento y de repente, el perro empieza a labrar como loco, con los pelos erizados y haciendo un escándalo bastante exagerado. Detuvimos la marcha unos minutos para ver que hacia, porque difícilmente podíamos ver a unos metros de distancia.
Pasó.
Esperamos un poco más y seguimos nuestro camino. Unos pocos metros más adelante pudimos ver en el blando suelo, los rastros de un puma que venían derecho a nosotros y al escuchar los ladridos del perro, quién pudo olerlo por tener el viento de frente, cambió su rumbo y corrió hacia un lado. Te juro que nunca supe quién se asustó más, el perro, el puma o nosotros.